La historia que te quiero contar es un caso real y sucedió hace mucho tiempo en un otoño. En aquel momento estuve trabajando como médico general en una clínica de salud pública en Rusia.
No hay nada más triste que el otoño en Rusia, siempre es frío y con muchas lluvias, la naturaleza pierde sus colores veraneos y todo se vuelve gris y negro, además, la oscuridad cada día viene más temprano y la noche es más larga… Ufff… En uno de esos días deprimentes, cuando lo único que quieres es encerrarte solo y pasarlo en la melancolía, me llamó mi jefa y me dijo que era urgente que me presentara en su consultorio, y que estuviera listo para ir a atender a una paciente a su casa.
Mi jefa era una señora regordeta ya jubilada, pero seguía trabajando. Era mandona y me causaba constante inquietud e incomodidad, y el ir a verla otra vez ¡fue como una maldición!
—Pase doctor, —me dijo echándome su mirada de lechuza, —siéntese, es momento de que me escuche y me preste toda su atención. —Mire, ¿usted conoce al doctor Petrov?
Petrov era mi colega de la clínica, pero para ser sincero el doctor era muy grosero y demasiado directo con los pacientes. “Un problema más por su culpa que ahora tengo resolver yo” —pasó rápidamente por mi mente.
—Sí, —contesté, —claro que lo conozco.
—Entonces, escuche. Hay una paciente que debe de atender. Hace una semana dejo el hospital oncológico y la señora está en un muy mal estado, regreso a su casa, básicamente para que pueda morir rodeada de sus seres queridos. Tiene cáncer de mama del grado cuatro, metástasis en los huesos y en la columna vertebral. Le quedan una o dos semanas de vida. El doctor fue a atenderla a su casa, pero usted lo conoce, y cuando los familiares le pidieron preparar los papeles para seguir con el tratamiento y poder adquirir las medicinas gratuitas, él les dijo la verdad: “no vale la pena, el trámite tardará unos 30 días, y a ella le queda poco tiempo de vida”. Bueno, ¿ya me entendió? No quiero decirle mucho del escándalo que sucedió después. Hoy recibimos una orden de las autoridades de salud del estado, porque la familia mandó quejas a todas las instituciones y llegó hasta el presidente. Le llamé para que se encargue del caso. Usted es el doctor más amable del departamento, será su tarea ir a la casa de la paciente y tranquilizar a sus familiares. Ya les llamé y lo están esperando. Vaya ahorita mismo para allá, el carro está abajo. ¿Tiene preguntas?
—Perdón, ¿pero qué les voy a decir? —pregunté. —¿Cómo puedo tranquilizarlos?
Mientras mi jefa me contaba lo que sucedió estuve leyendo la historia clínica. Literalmente a la paciente la dieron de baja para que pudiera morir en casa rodeada de sus familiares, no tenía ningún sentido seguir en el hospital.
—¡¿Qué?! —mi jefa me echó una mirada de sorpresa inclinando la cabeza. —De verdad, es usted muy molesto, aquí yo soy la jefa, usted tiene que obedecerme y no hacerme preguntas. ¿Qué no es usted un médico titulado? Es su trabajo y tiene que solucionarlo y no me importa cómo. Adiós, y espero su reporte en una hora.
Mi jefa abrió un historial clínico y empezó a escribir. Entendí que la conversación se había terminado y me dirigí a la visita.
Por alguna razón en Rusia, a veces no se les dice ni a los pacientes ni a sus familiares que se están muriendo, sobre todo cuando es cáncer. Después de leer la historia clínica entendí que fue justamente uno de esos casos. No siempre los familiares de los pacientes con cáncer comprenden que es importante estar acompañándolos en sus últimos momentos de vida. Cuando la medicina ya no puede hacer absolutamente nada solo queda aceptar con dignidad lo que viene. Pero los seres humanos somos sentimentales y a veces actuamos sin escuchar la razón, tal cual como lo sentimos.
Llegué a la dirección, subí al séptimo piso y toqué la puerta. No estaba nervioso, por que ya estaba preparado, no sabía cómo actuar, pero basándoselas en mi experiencia esperaba que lo podía solucionar.
—¿Quién? —escuché una voz baja femenina.
—Soy el doctor de la clínica municipal. Vengo a visitar a la paciente Sachikova.
La puerta se abrió inmediatamente y en la oscuridad del pasillo apareció la cara enojada de una señora.
—Buenos días doctor, —casi ladrando me dijo,—pase por favor, ya lo esperábamos como a Moisés lo esperaba el pueblo judío, —agregó sarcásticamente.
“Tranquilo, tranquilo” —pensé, —“Ya lo vamos a solucionar”.
—Buenos días señora, claro que sí. Vengo a ver a la enferma. Le voy a realizar un examen médico y prepararé los documentos para seguir con el tratamiento y para que puedan adquirir los medicamentos gratuitamente.
La señora no me contestó nada solo indico por dónde pasar. Pasé por un pasillo oscuro que me llevó al cuarto donde estaba la paciente. Se encontraba en la cama en un estado de profundo sopor. Ya no reaccionaba a nada. Respiraba superficialmente. Tal cual, le quedaban unos cuantos días de vida.
—¡Mire cómo está mi mami! —me dijo llorando la señora que me abrió la puerta. —¡Estuvo tres meses en el hospital y mire cómo me la entregaron! La dieron de baja en un peor estado del que ingresó, ¡malditos!
Cerca de la enferma estaba sentada otra mujer más joven.
—Yo soy su nieta, —se presentó, —mucho gusto doctor. ¿Y sabe qué? Ya hicimos la queja al ministerio de salud, fue cuando otro doctor de su clínica dijo que no valía la pena seguir con el tratamiento porque le quedaba un par de semanas de vida. ¡Y eso que son doctores!
Decidí no interrumpir y seguí escuchando. La hija y la nieta siguieron quejándose, a veces gritaban y en otros momentos se mostraban muy enojadas. Mientras hablaban yo realizaba el examen médico. La paciente estaba en un estado muy grave. Tenía cáncer terminal de mama. En lugar de mama izquierda observé un gran tumor negro, ya necrosado y del tamaño de un puño. El pobre cuerpo mantenía las funciones vitales, pero la metástasis múltiple estaba dañando a casi todos los órganos.
—¿Y entonces qué piensa? —¿Ya no tiene cura? —¿No cree que hay que luchar? ¿Es usted médico, se le olvidó el juramento de Hipócrates? —seguía atacándome la nieta.
“A veces aceptar el último destino con dignidad es la última lucha que tenemos que afrontar” —pensé. “Si no hago algo inmediatamente no se van a tranquilizar, tengo que inventar algo”.
—¿Tienen las radiografías? —pregunté para verlas y lograr ganar tiempo, mientras pensaba qué les iba a decir.
Decirles que eran las últimas semanas de la vida de la paciente y que no podíamos hacer nada, ¡sería suicidarme! Si hubiera hablado con la verdad no hubiera podido ni regresar a la clínica, ya que mi jefa se hubiera puesto más furiosa. Me acerqué a la ventana para ver las radiografías. Descubrí que toda la columna vertebral y los huesos estaban dañados por la metástasis múltiple.
—Y, ¿entonces? —preguntó la nieta. —¿Qué hacemos? ¿Es usted el médico o qué?
—Mire, —contesté, —no tiene cáncer, sino es una enfermedad degenerativa de la columna por el envejecimiento. —Estas palabras salieron sorprendentemente de mi boca.
No escuché ninguna respuesta, sino silencio total. “Bueno, funciona, voy a seguir” —pensé.
—Entonces lo que tiene es como una artritis por el desgaste de los discos y articulaciones en la columna vertebral. No hay signos de cáncer en las radiografías. —mentí ya totalmente consciente.
Otra pausa, otro momento de silencio. Ahora parecía que toda la familia caía en sopor.
—¿Y, por qué entonces está así y no reacciona a nada? —preguntó la hija confundida, pero con un tono de voz más tranquilo.
—Claro, es que tiene mucho dolor. Es por eso que está así. Mire, le voy a prescribir un gel de diclofenaco. Es un analgésico y antiinflamatorio. Se lo van a aplicar tres veces al día en la zona de la columna y en las articulaciones. Se levantará en una semana. —volvió otro silencio.
—Entonces —dijo ya tranquila la nieta, —¿no es un cáncer?
—Claro que no. Ya les dije. —Saqué el papel para escribir la receta médica.
—Aquí tiene. Este gel es muy barato y lo pueden conseguir en cualquier farmacia, —y agregué para tranquilizarlos todavía más— mientras yo voy a hacer los trámites para que puedan recibir las medicinas gratis.
—Gracias doctor, —dijo la hija. —Lo acompaño a la puerta.
“¡Listo! Ya están más tranquilos, seguramente dejarán de molestar con la queja, y mi jefa dejará de molestarme a mí”.
Cuanto más grande la mentira es mejor. No me gusta mentir, pero fue lo único que pude hacer en ese momento. Ese mismo día tenía que hacer más de cinco visitas a domicilio y recibir en la clínica a unos 30 pacientes, y estaba ya cansado. Salí satisfecho, estaba seguro que me podía olvidar para siempre de la paciente.
Dos semanas después apareció en la puerta de mi consultorio la nieta.
—¡Buenos días doctor! —Me saludó y estaba sonriendo y feliz.
—¿Qué cree? Mi abuelita ya está mejor, pero como usted sabe ya se le acabó el gel, se lo aplicamos cuatro veces al día. Y entonces necesitamos hacer todos los trámites para recibir la medicina gratis. Ya sé que es barata, pero por ley nos corresponde recibirlo gratis, entonces me gustaría tramitarlo.
“Ok”, —pensé yo— “Qué bueno que le corresponde gratis, pero ahora yo tengo que hacer el trabajo que le corresponde al otro doctor”.
—Claro que sí, como no, —contesté.
—Muchas gracias, entonces regresaré en dos semanas.
Tengo que comentar que para tramitar los medicamentos gratuitos tuve que preparar muchos papeles e ir a una junta con la directora de la clínica para obtener las firmas necesarias.
—¿Usted está loco? —me dijo mi jefa cuando le presenté los trámites. —¿Está curando el cáncer con gel de diclofenaco? ¿Y cómo es posible que siga con vida Sachikova?
—Jefa, usted me pidió tranquilizarlos y lo hice a mi manera. Si no me va a firmar los trámites los familiares de Sachikova regresarán con las quejas.
La jefa me miró con reproche sin decir nada y sin quitar la mirada firmó los papeles. Después me entregó los documentos y me dijo: —¡Vete!
Durante los siguientes tres meses la nieta vino a buscar sus recetas para el gel de diclofenaco, y cada vez me contaba que su abuela estaba mucho mejor y pronto quería venir a la clínica para saludarme y darme las gracias. Además me comentó que ya estaba saliendo a caminar al parque cerca de su casa y cada día se sentía mejor y con más fuerza.
¡No lo pude creer! Literalmente le quedaban dos semanas de vida cuando la ví por primera vez y ya habían pasado casi cinco meses y estaba mejor.
En uno de los primeros días de primavera la señora Sachikova apareció en la puerta del consultorio.
La primavera rusa es muy corta. La mayor parte del año es invierno y es oscuro, frío, lleno de nieve y puede durar casi seis o siete meses. Y después viene la primavera que dura tan solo un mes, y es tan veloz. Cada día se vuelve más largo, aparece el sol y todos los seres vivos quieren aprovechar esta temporada tan breve para despertarse después del largo invierno y salen buscando la luz y el primer calor.
—Buenos días doctor, ¡qué gusto verlo! —me dijo sonriendo y feliz Sachikova.
Me quede sin palabras…
Al hacerle el examen físico observé que en lugar del tumor grande y necrosado solamente tenía un tumorcito diminuto parecido a un lunar. La paciente se sentía muy bien, hablaba mucho y me dijo que estaba feliz de haber mejorado y ahora trataba de caminar todos los días para recuperar su fuerza física. Como siempre le di sus recetas, la envié a realizar los análisis de sangre y nos quedamos de vernos en un mes.
Un mes después regresó con más energía y entusiasmo.
—¡Doctor, ya camino más de dos horas diarias! Además la primavera me hace sentir muy bien. Todo está floreciendo y me siento tan feliz. ¿Cómo están mis exámenes?
—Todo bien, solamente tiene una ligera anemia, está un poco baja la hemoglobina.
—¿La hemoglobina? Uffff… Bueno, comeré productos con hierro, tengo que recuperarme, será el cumpleaños de mi nieta en dos meses, quiero sorprenderla de cómo me he recuperado.
—Bien, entonces vamos a hacer otros análisis de sangre en un mes y nos vemos cuando estén los resultados. ¡Y que disfrute el buen clima paseando!
Como la primavera, el verano ruso también es corto, a veces se vuelve muy caluroso, pero el calor no dura más de dos o cuatro semanas, y muy pronto viene el clima frio con muchas lluvias. Ese verano fue particularmente caluroso, recuerdo que tuvimos casi dos meses de un calor tremendo y la temperatura alcanzó los 35-36 grados centígrados. La clínica estaba casi vacía, todos se escapaban de la ciudad a los alrededores para buscar los lugares más frescos.
En uno de estos días calurosos llegó nuevamente Sachikova.
—¡Ah, es usted! Pase por favor, llegaron los resultados de sus análisis y todo está perfecto, me sorprende mucho. ¡Felicidades!
—Bueno, doctor, —me contestó algo molesta— le quería comentar algo. Ahora que estoy tan feliz y camino mucho, la semana pasada fui al centro de la ciudad caminando y me topé con la doctora del hospital cancerológico, donde estuve el año pasado. La saludé, pero ni me reconoció. ¿Y qué cree? Después de acordarse de mí me dijo que no podía creer que estuviera viva y que tenía que volver al hospital para hacerme unos análisis y estudios más detallados. Así que necesito los documentos para mi hospitalización, ya que iré esta semana.
—Bueno —contesté,—los voy a preparar.
Todo el verano Sachikova estuvo en el hospital cancerológico, una vez al mes venía su nieta a buscar las recetas y a pedir otros medicamentos que le asignaron para su nuevo tratamiento contra el cáncer.
El calendario todavía marcaba el verano, era inicio de agosto, pero ya se sentía como un pleno otoño por las lluvias y aires fuertes y frescos, y el cielo gris y oscuro; era el inicio de la nueva época de melancolía. En uno de esos días, llegué al trabajo y encontré en mi escritorio el aviso, que mi querida Sachikova había fallecido en el hospital cancerológico de cáncer de mama incurable del grado grave con múltiples complicaciones.
Aquí se acaba la historia y mis sufrimientos por conseguir las recetas de diclofenaco gratuito para curar el cáncer. En realidad no creo que fue el diclofenaco, pero desde entonces creo que la Propia Fe de Sachikova le regaló casi un año más de vida lleno de retos y de felicidad.
Comments